Conocimiento de unos y de otros a la luz de parámetros distintos de los del rendimiento académico.
No debe ser que en el colegio un alumno fuera valorado únicamente por su boletín de notas.
En un terreno más amplio que el trabajo intelectual estricto, cada uno ofrece a los demás lo mejor que de sí mismo puede ofrecer. Esto implica una idea de la gratuidad como valor, en un mundo donde se vende todo y donde todo (trabajo y aptitudes personales, la persona misma como individuo y en su capacidad de relacionarse) tiene valor exclusivamente por su capacidad de convertirse en dinero.
Trabajar no para conseguir el acceso a la Universidad sino para ofrecer algo bueno de sí mismo.
La competitividad no debería estar reñida con la dimensión anteriormente comentada. No puede ser la afirmación y el reconocimiento de que SOY EL MEJOR sino de que OFREZCO LO MEJOR. Y eso los demás lo reconocen como bueno.
Ser el mejor para mí sólo no tiene mucho sentido; no participar, más que humildad o falsa modestia, puede ser egoísmo o renuncia para reconocerme con mis limitaciones y con la posibilidad de ser superado. Incapacidad para confrontarme y vivir la realidad.
Competir, mostrar habilidades, es en ese terreno un ejercicio de aceptación propia y de maduración humana. El temor a no ser lo que yo ME CREO QUE SOY es una actitud mimosa de la persona infantil y egoísta.
Ensayo y “puesta en escena”, a modo de ejercicio, de una sociedad festiva, humana y solidaria, que está muy lejos de ser, ciertamente, lo que vige en el mundo, pero está muy cerca de un proyecto de convivencia humanizadora, en paz y justicia, que los ideales cristianos persiguen, lo mismo que tantos espíritus nobles.
Es necesario hacer soñar a nuestros alumnos para quienes, como buenos posmodernos, la palabra UTOPIA ha pasado a ser sinónimo de quimera estéril e inoperante o promesa de paraísos artificiales y destructores.
Sería grandemente educativo que vivieran, sintieran, palparan un sueño que persigan luego toda la vida.